domingo, 25 de septiembre de 2011

Suspiras.

Y devuelves la mirada a la hoja de papel donde, distraídamente, escribes su nombre en todas las tipologías existentes.

Añades unos trazos con los que intentas dibujar su ojo. Pero es imposible, no hay manera humana de reflejar nada suyo.

Sientes que el aire abandona la sala y miras hacia la puerta, porque sabes que ahí está, que acaba de entrar.

Con su pelo, su mirada y sus labios. La curva de su mandíbula, sus pómulos. Esos andares tan característicos y esa manera tan original que tiene de ponerse la ropa.

Camina por la habitación cómo un Dios camina entre mortales, sin ser consciente del efecto que causa.

Notas el pulso en las sienes, el corazón, las muñecas y hasta las puntas de los dedos, cada célula de tu ser acelera su latido en su presencia.

El aire te abandona, la boca se te reseca, se te olvida hablar y ni tan si quiera eres capaz de moverte, el bolígrafo cae sobre los trazos de su nombre.

Se sienta sin ser consciente de lo que pasa a su alrededor, aunque cada movimiento suyo dificulta más tu respiración.

Se gira y conectáis la mirada, te dedica una fugaz sonrisa.

Y sabes que ha merecido la pena levantarte esta mañana.

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