martes, 29 de marzo de 2011

Carnaval Veneciano: La Dama del Espejo.

El ambiente carnavaleño se mascaba en el aire. Venecia bullía de excitación. Era la época preferida del año de la mayoría de sus habitantes. Las máscaras ocultaban su identidad y permitían a sus portadores satisfacer sus más oscuros secretos. El odio y la pasión aumentaban en esa época del año y las venganzas, asesinatos y adulterios estaban a la orden del día.
En una de las casas más pomposas de la ciudad, construida ya con decoraciones y estructuras que adivinaban el movimiento naciente, el barroco, pero aún con reminiscencias del renacimiento, se celebraba una de las fiestas más importantes de la ciudad.
El camino que llevaba de la puerta principal al porche de la mansión estaba decorado con faroles y antorchas que arrancaban claroscuros de las numerosas estatuas que observaban silenciosas la llegada de los invitados, atendidos rápidamente por los cientos de sirvientes apostados a ambos lados del camino con el único propósito de servir lo más rápido posible.
El joven primogénito de la familia se encontrada apoyado sobre la balaustrada del balcón del primer piso, en un punto que le permitía contemplar el inmenso salón y todo lo que acaecía en él, pero de manera que pocas personas podrían verle a él.
Sintió una presencia tras él. Una mano acarició su cuello, apartando su pelo rubio recogido en una coleta mientras la otra subía por la parte trasera de su muslo hasta sus glúteos. Ambas manos rodearon su cintura y bajaron a su entrepierna, acariciando su sexo. Se concentró para impedir que toda la sangre se concentrase en esa zona. Un aliento de aroma dulce acarició su cuello mientras unos labios depositaban un suave beso en su yugular.
El joven heredero se sacudió para liberarse del abrazo y se volteó, quedando cara a cara con su acompañante. Llevaba máscara, pero estaba demasiado familiarizado con el aroma dulzón de su aliento, el tacto de su piel, el brillo de su pelo negro y sus ojos color miel.
─ Hoy no, Alessandro.
─ Vamos, primo ─dijo su interlocutor, acercándose a él y acariciándole la cara─, ¿ahora vas a negar que lo pasamos bien?
─ He dicho hoy no. Ve a buscar a otro que te rellene el recto.
Alessando borró la sonrisa de su cara, dándose cuenta de que no lograría nada y resopló, bajando la mano y dando un paso atrás, abandonando toda actitud cariñosa.
─ ¿Ha venido Petrogalli? Tal vez podría agenciármelo, si no está demasiado ocupado con algún chiquillo de 10 años.
─ No hables así del obispo, irás al infierno.
─ Claro, tú te vas a librar del infierno, querido Luca. Veamos, sólo has cometido incesto, sodomía, caído en la lujuria hasta dejar embarazadas a nada menos que 9 doncellas, y porque los hombres no pueden… robo, asesinato… Si, estás hecho todo un santo, primo. Además, todo el mundo sabe que al obispo le van los chiquitines. ¿Por qué te crees que tu madre no deja que tu queridísimo hermano Giovanni se acerque a la catedral?
─ Vete de aquí, Alessandro, sólo te soporto cuando tienes la cabeza entre mis piernas y la boca lo suficientemente ocupada como para no articular palabra, y ahora no es el caso ni lo será esta noche.
─ Oh, insolente y arrogante. Te crees que Venecia entera suspira por tu cuerpo y realmente no eres más que una cortesana que se cree princesa. No te preocupes, tardaré tiempo en volverte a importunar.
Con un suspiro, Luca se resigno y siguió su primo escaleras abajo, adentrándose en la muchedumbre. Las risas ascendían creando una atmósfera festiva. Hacía un calor sofocante, producto de la densidad de personas concentradas en el gran salón de baile.
Divisó a su madre sentada en un gran butacón forrado de pan de oro con su hermano Giovanni sentado en sus piernas, arrugando su vestido. Miraba con indiferencia sobre la sala, altiva, regia.
Encaminó hacia allá sus pasos, siendo estos cortados por una joven de traje blanco que cubría su rostro con una máscara que simulaba un cisne.
─ Vos sois Luca, heredero de la familia ¿me equivoco? ─ añadió a su pregunta un coqueto parpadeo.
─ No os equivocáis, milady, y vuestro nombre es…
─ Gianna, Gianna di Lione ─respondió la muchacha, que no pasaría de los dieciséis años, a la par que extendía su mano derecha para que Luca la besara─ ¿Bailáis?
─ Será un placer.
Se situaron en el centro de la sala de baile y comenzaron a moverse al compás que dictaban los violines. Las manos de ella rodeaban su cuello, mientras que las de él reposaban en su cintura.
─ Sois más apuesto de lo que imaginaba, aún con la máscara.
─ Gracias.
Ella acercó la boca a su oreja, mientras bajaba las manos sensualmente por su espalda.
─ ¿Os tienta la idea de subir a los aposentos superiores por un poco más de... intimidad?
─ Tendré que declinar esa oferta.
─ No tenéis que fingir castidad conmigo.
─ No finjo, Gianna, declino tu ofrecimiento, y estoy siendo educado.
─ Cómo queráis ─ respondió la joven, mostrándose ofendida─ sólo porque es vuestra casa no gritaré que sois vos quien me hacéis proposiciones indecentes. Que paséis una buena noche.
La joven abandonó la pista de baile en busca de algún joven que la satisficiese y Luca, bajando los brazos, se dirigió a sentarse junto a su madre y su hermano.
─ Luca, querido ─dijo su madre─, sube a acostar a tu hermano. Casi dan la medianoche y pronto el vino empezará a subirse a las cabezas, no quiero que lo presencie.
El corazón de Luca dio un vuelco. ¿Medianoche? Si no llega a ser por su madre, no se habría dado ni cuenta.
─ Claro, Madre.
Cogió a su hermano, que ya bostezaba, de la mano y lo guió por el gran salón de baile. Saludó a un par de conocidos con la cabeza y vio a Alessandro, en una esquina, acorralar a uno de los hombres miembro de una de las familias más influyentes de la ciudad y susurrarle al oído mientras acariciaba su entrepierna.
Llevó a Giovanni escaleras arriba hasta el tercer piso y lo guió hasta su habitación. Lo metió en la cama y lo arropó. Nadie podía negar que eran hermanos. Ambos tenían el mismo pelo rubio cobrizo, los mismos ojos verdes y los mismos labios carnosos, aunque Giovanni aún tenía la cara y rasgos propios de la niñez, los rasgos de Luca se habían afilado y marcado, creando un rostro que servía como inspiración a escultores y pintores de toda Italia.
Cogió un candelabro de siete brazos y se dirigió a sus aposentos en silencio. Colocó las siete velas alrededor del espejo y se sentó en la cama, observando.
Oyó pasos y la risa de Alessandro acompañada de una más grave al tiempo que oia el correr de una puerta. No pasó mucho hasta que oyó gemidos y jadeos provenientes de la habitación de al lado.
Finalmente dieron las doce. Las campanas resonaban por todo el palazzo. Luca contemplaba el espejo con avidez. Pronto observó resultados.
Primero fue una sombra difusa, lejana. Poco a poco empezó a diferenciar el corsé y el vestido, los largos guantes. Todo de colores negros y rojos. La piel nacarada, el larguísimo pelo castaño rojizo. Las curvas de su cuerpo. Conforme se acercaba, veía más claramente los rasgos de su cara, sus pómulos marcados, sus labios sugerentes y sus ojos grisáceos.
Cuando la dama llegó a la altura del cristal del espejo, sonrió y dio un paso adelante, atravesándolo como si de una superficie acuosa se tratase. Atravesó el vidrio con un gemido y sonrió, directa a Luca. Sintió que su corazón se salía del pecho.
─ Milady ─ dijo el joven, incando la rondilla en el suelo para hacer una profunda reverencia.
La dama soltó una pequeña risita que sonó como el cantar de un millón de ángeles. Tomó la barbilla del rubio y la alzó. Él la miraba con ojos hipnotizados. Embelesados. Su mirada se perdía en su rostro como si del cuadro más bello que pudiese salir de la mano de un pintor se tratase. La miraba con la misma intensidad con la que se mira al más ansiado deseo, con la que se observa el más hermoso paisaje salido de la imaginación de Dios.
Ella tomó su barbilla de nuevo y la alzó. Depositando un suave beso en sus labios. Él bebió de el como se bebe de un oasis en el desierto. Depositó sus manos en su cintura, con desesperación a la par que timidez, y las deslizó por sus caderas.
La miró a los ojos cuando ella retiró sus labios.
─ Estoy preparado.
Los labios de la dama se arquearon en una sonrisa. Con suavidad, empujó al joven sobre la cama, que cayó sin dejar de mirarla. Ella se situó sobre él, a horcajadas. Acercó su cara a la suya, dejando unos segundos de tensión, y volvió a juntar sus labios con los suyos.
Luca perdió el control. Situó sus manos en sus caderas y las movió para acariciar sus glúteos. Recorrió con avidez su cuello con sus besos mientras sus manos se perdían intentando desatar los lazos del corsé. Ella deslizó sus manos por su camisa y, con ayuda de sus uñas, la rasgó.
En unos minutos, ambos estuvieron desnudos. Él la miraba embelesado, extasiado. Contemplaba su desnudez, convencido de que no podría existir jamás una mujer tan perfecta. Siguió con sus ojos la línea de su clavícula, bajando a sus pechos, perfectos, gloriosos, continuó por su vientre y sus caderas, a aquello que se adivinaba de sus piernas. Notó sus manos sobre su pecho y cómo estas lo acariciaban, arañando suavemente. Sus labios bajaron de su cuello a su abdomen, y continuaron más abajo.
Ahogó un gemido cuando los sintió alrededor de su sexo. Enredó sus manos en su cabello para expresar las sensaciones que se callaba. No pudo mantenerse en silencio por mucho tiempo. No recordaba nunca haber jadeado tanto, haber gemido tan fuerte. Cuando ella volvió a recorrer el camino de besos en dirección ascendente, Luca deseó que bajase de nuevo y se quedase allí eternamente. Pero ese pensamiento desapareció de su cabeza tan pronto como sus labios se posaron de nuevo sobre los suyos.
Sintió su cuervo curvilíneo sobre él. El roce de sus senos contra su pecho, las cosquillas de su pelo contra sus mejillas. El roce de sus sexos. Gritó de placer cuando ella abrazó su bálano y comenzó a cabalgar sobre él. Observaba embelesado el dibujo de las sombras sobre el vaivén de su cuerpo mientras sensaciones de puro placer recorrían todo su cuerpo partiendo de su entrepierna.
Cuando estaba a punto de llegar, la dama se agachó para besarle el cuello. No pudo ver cómo sus caninos se alargaban y profanaban su piel, pero sí pudo sentir su sangre latir hacia fuera, mientras ella le susurraba al oído.
─Para toda la eternidad…